La muerte de un hermano, la pérdida de un ser verdaderamente querido –el hijo que se anticipa al ineluctable destino, la mujer o el hombre cuyo amor nos desvive–, nos precipita en un tormento angosto, laberíntico, del que cuesta salir. Séneca no niega el dolor, es más, lo resalta en toda su crudeza, pero sí la tragedia: nada tan exclusivamente humano como la muerte, nada más perentorio que evitar que la muerte del ser querido nos arrastre y lleve consigo. Si algo hay que prevenir, y este es el propósito de los consejos de Séneca, es que la muerte nos mate: que nos convierta en seres espectrales, en criaturas solo dolientes. Este tratado enseña que, a partir de cierto momento, la verdadera vida solo acontece en la rememoración de la vida.