Esta obra central en el universo benjaminiano se empezó a escribir en los años treinta del pasado siglo como contrapeso al mítico (y extrañado) proyecto del Libro de los Pasajes y al ascenso de los nazis al poder. Benjamin se torna a mirar su propia infancia: el nacimiento del «apetito de historias» en un niño enfermizo. No obstante, influido por Proust (de quien fue traductor), el autor alcanza una resonancia mayor y le devuelve su libertad fundacional a la forma ensayística: capta la compleja trama de temporalidades que nos conforma, la resistencia del pasado a marcharse y su promesa de futuro. Con un acercamiento detallista y ensoñado, Benjamin observa un teléfono, un costurero o un parque en medio de la ciudad, y extrae de ellos el fundamento de la imaginación infantil, la magia de un pensar en imágenes, porque este libro es un mapa de la ciudad y un manual de instrucciones de la infancia en un momento en que ambas, ciudad y niñez, han desaparecido. Sin embargo, como siempre en Benjamin, lo extinguido adquiere una súbita modernidad. Y su mirada, entrenada en el arte de la espera, se transforma en una cartografía de los sueños contemporáneos.