Henri Focillon partió hacia Italia el 30 de noviembre de 1906. Aunque no emprende el tradicional Grand Tour, atraviesa Suiza, visita Milán, descubre Florencia siguiendo los pasos de Rilke, pasa una temporada en Roma y luego se dirige a Nápoles y a Pompeya; en resumen, se inicia en el itinerario que debe emprender todo artista, escritor o historiador del arte. «Este hermoso viaje, que te pone en contacto con el arte en su forma más perfecta, será el complemento de tu cultura, que tú deseabas general. Después de las bibliotecas, los museos y la naturaleza, después del silencio y el recogimiento, el aire, la expansión; la fiesta de los ojos después de la del espíritu. La una completa la otra: el libro y el cuadro son los frutos equivalentes
del genio», le escribe su padre.
Focillon tiene entonces veinticinco años y ya ha decidido que su tesis doctoral versará sobre Piranesi, ese «veneciano convertido en romano». Nacido en un ambiente de artistas, su ojo y su gusto se han formado muy tempranamente, lo que lo convierte en un juez independiente y con conocimiento de causa. Nada se le escapa al futuro historiador del arte, como muestran las descripciones de lugares y personajes o su original percepción de la sociedad veneciana y de los «franceses en Roma». Intercaladas entre sus sagaces observaciones, están las muestras de afecto –y el deseo menos que pudoroso de recibirlas de los suyos–, los progresos de sus investigaciones sobre Piranesi y las reflexiones sobre proyectos incipientes y su iniciación en el oficio que ha escogido. Cartas desde Italia, que reúne el grueso de las cartas que Focillon envió a sus padres durante esos primeros viajes de juventud, así como las plaquettes escritas en los mismos años y la correspondencia entre él y su maestro Gustav Geffroy, constituye un retrato tanto de la época como del proceso formativo del joven.