Qué bonita, la aventura. Estamos ahí, en nuestro salón, sentaditos al calor de nuestro cómodo sillón, con una infusión en la mano mientras en el libro o en la pantalla unos tipos hacen cosas que nos evaden de nuestra insignificante vida. Nos colocan ante todos los peligros y se enfrentan por nosotros a los mares, a las montañas, a las tormentas, a los salvajes y a los carámbanos. Son guapos y valientes, están cubiertos de un sudor viril y van mal afeitados, pero en su justa medida. Conquistan el mundo por nosotros y encima llenan nuestras lúgubres tardes con sus historias formidables. Pero qué agotadores son los aventureros. Siempre al pie del cañón, dispuestos a aparecer en cualquier momento, a pedirte de todo (dinero, admiración, compasión), a hacerte ver lo miserable que eres con tu vulgar infusión en tu sillón zarrapastroso mientras el viento de la epopeya agita su cabellera ondulada. Son los más fuertes, los más osados, su existencia rica y multicolor le da mil vueltas a nuestra vida diaria vacía y remilgada. Por eso, a veces, nos entran unas ganas locas de vengarnos de ellos. Porque a pesar de sus bellas palabras, estos héroes magníficos también se pegan leñazos, la pifian, meten la pata hasta el corvejón. Y en ese momento, de repente, se vuelven muy discretos con sus errores, enmudecen ante sus fallos, se escaquean de sus tropiezos. Cuando narran sus fracasos es solo para ensalzar sus victorias. Así pues, por una vez, tomémonos la revancha: nosotros, los mediocres, los prudentes, los pusilánimes, hundámosles las narices en sus chapuzas, miremos de cerca sus calamidades, ya que las historias de sus infortunios son, sin duda, más disparatadas y cómicas que las de sus conquistas. Qué placer insólito ver patinar a estos superhombres, ver tropezar con la alfombra a estos conquistadores, ver sufrir reveses a estos fanfarrones; miserable gozo, pequeña venganza. ¿Y por qué? Pues porque mejor miserable y vivo que héroe y muerto.