A finales del siglo XIX Jerusalén era más un mito que una ciudad, un lugar en el imaginario religioso de varias culturas que ya atraía peregrinos de todo el mundo. Por sus calles vemos deambular una formidable batahola de creyentes con ritos, lenguas, vestimenta y plegarias de variado acento: coptos sirios, ortodoxos etíopes, rusos o griegos, católicos armenios o alemanes, judíos askenazíes o sefarditas, maronitas o drusos libaneses, y musulmanes llegados del Magreb o del Lejano Oriente. Para todos es una ciudad sagrada, una ciudad de profundo significado religioso. Bajo autoridad otomana como parte del antiguo eyalato de la Gran Siria, la ciudad palestina crecía imparable tras sus murallas, pero sus gentes todavía vestían «atavíos de edades pretéritas», como observa Pierre Loti. Un largo viaje por el desierto atravesando Gaza, Hebrón, Belén, Jericó y Betania le prepara para una ciudad mítica que, ante su pasmo, ya estaba tomada por las hordas turísticas y los carruajes de la agencia Thomas Cook. Loti no disimula su enfado ante la bulla de los ociosos excursionistas que llenan hoteles y caravasares. Pasado y futuro se funden en un periodo finisecular aún ajeno a los desgarros que originará la creación del Estado de Israel.