La correspondencia de Henry James con el joven escultor Hendrik Christian Andersen, a quien conoció en Roma tras haberle comprado un pequeño busto de terracota, es, en palabras de su biógrafo Leon Edel, «la parte más triste y extraña de su epistolario». Las relaciones entre los dos hombres no fueron simples. James consideraba a Andersen con la visión de su propia juventud, la de los días romanos ya lejanos. Andersen, por su parte, veía en James a un personaje gentil, benevolente, paternal, que podía ayudarle en la dura ascensión hacia la gloria
y la fortuna. James se había sentido inclinado, hasta entonces, a considerar el mundo como a través de un cristal. La mayoría de los victorianos guardaban las puertas de sus aposentos cerradas, y James no fue menos en esto. Es probable que en contacto con la mano poderosa del escultor experimentara una sensación de intimidad y de calor que nunca se había permitido sentir en su juventud; y es esto lo que encontramos en estas cartas. Una cosa está bien clara: Andersen inspiró a Henry James sentimientos próximos al amor, una asunción que hasta ese momento su alma puritana, habituada a la soledad del artista célibe, había sido incapaz de reconocer en toda la profundidad de sus sentimientos.