Poesía sobre el afán de conocernos a nosotros mismos, sobre las inevitables preguntas que nos hacen humanos. Poesía al fin y al cabo sobre el deseo, la luz, o el dolor.El poemario que tienes entre tus manos ha supuesto un importante ejercicio de inmersión en las aguas profundas de la voluntad y en su memoria más íntima, hijo del tiempo de lo ineludible, del deseo y su aliento, fruto de la piel y sus grietas. Poesía por tanto de mi funeral y mi bautismo. De eso hablan estas estrofas. Es la poesía de los vasos comunicantes, la que conecta los extremos.
Los poemas que se hayan aquí reunidos son consecuencia directa del anhelo. Anhelo por comprender el misterio que se cierne sobre nosotros, sobre un cuerpo y un espíritu invadidos por la emoción más viva. En esta ofrenda están los espejos y las nubes que llenan mis días, los interrogantes y el grito. Sí, también el grito. El canto de una caracola que entrego como el bien más preciado al que me aferro: la voz interior. ¿Puede acaso un verso venir de otro legítimo lugar?
En la escucha de esas voces interiores, a veces escondidas sobre las regiones más sencillas, sobre la cotidianidad de los objetos y su grandeza, otras apostadas en la carne más despierta y voraz, he ido trasladando el eco de mis letras al papel. Al concluir el poemario, el papel fue convirtiéndose lentamente en cuerpo de semilla. Una simiente que emite todavía intacta, desde el núcleo del ámbar milenario en el que quedó atrapada, el mensaje cifrado de su condición.
Simiente de ámbar es el trazo del animal sobre la arena. Un animal que se resiste a silenciar su humanidad. Podría decirse pues, que si yo soy piedra, estos versos son los líquenes que, aferrados a mí, comparto en su total desnudez.