Siempre somos demasiado buenos con las mujeres se sitúa en la insurrección irlandesa de 1916 para erigir una creación divertida y grotesca a un tiempo que constituye, en última instancia, un apólogo moral contra la violencia, envuelto en una chirriante, apocalíptica y sorprendente maquinaria verbal. Siete irlandeses armados asaltan una estafeta de correos y, mientras resisten el sitio del ejército inglés, van cayendo uno a uno en las trampas seductoras de una joven que se escondió en el servicio durante el asalto. Los muñecos de esa insurrección son de serrín y tinta, y las explosiones son sólo chasquidos de palabra y escritura: pero, entre líneas, nos habla la voz de un moralista, al tiempo que la de un juglar de la narración. Irreverente, corrosivo, capaz de acoger en su lúcida y severa mirada lo tierno e irrisorio de la vida, Raymond Queneau ha pasado a la historia por ser uno de los narradores más originales y singulares de la literatura universal.